martes, 25 de enero de 2011

El Padre Nuestro de Allan Kardec


ORACIONES CRISTI – ESPÍRITAS

PADRE NUESTRO



I - ¡Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre!

Creemos en vos, Señor, porque todo revela vuestro poder y vuestra voluntad. La armonía del universo, testigo de una sabiduría, de una prudencia o de una previsión que sobrepuja todas las facultades humanas; el nombre de un ser soberanamente grande y sabio está inscrito en todas las obras de la creación, desde la hebra de la mas pequeña planta y desde el más pequeño insecto hasta los astros que se mueven en el espacio en todas partes vemos la prueba de una solicitud paternal; por eso es ciego el que no reconoce en vuestras obras, orgulloso el que no os glorifica, e ingrato el que no os da gracias.


II - ¡Venga a nos en tu reino!

Señor, habéis dado a los hombres leyes llenas de sabiduría que producirían felicidad, si las observasen. Con esas leyes harían reinar entre ellos la paz y la justicia, se ayudarían mutuamente en vez de perjudicarse, como lo hacen; el fuerte sostendría al débil y no lo abatiría, evitaría los males que engendran todas las miserias de la tierra que tienen su origen en la violación de vuestras leyes, porque no hay ni una sola infracción que no tenga sus fatales consecuencias. Habéis dado al bruto el instinto que le traza el límite de lo necesario, y maquinalmente se conforma a él; pero al hombre, además de su instinto, le habéis dado la inteligencia y la razón; le habéis dado también la libertad de observar o de infringir aquellas de vuestras leyes que le conciernen personalmente, esto es, de elegir entre el bien y el mal, a fin de que tenga el merito y la responsabilidad de sus acciones. Nadie puede alegar que ignora vuestras leyes, porque en vuestro cariño habéis querido que estuviesen grabadas en la consciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni de Naciones; los que la violan es porque os desconocen.

Vendrá un día, según vuestra promesa, en que todas las practicarían, entonces la incredulidad habrá desaparecido, todos os reconocerán como el Soberano Señor de todas las cosas, y el reino de vuestras leyes será vuestro reino en la tierra.

Dignaos, Señor, activar su advenimiento dando a los hombres la luz necesaria para conducirles por el camino de la verdad.


III - ¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!

Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre, del inferior para el superior, ¡cuánto más grande debe ser la de la criatura para con su Creador! Hacer vuestra voluntad Señor, es observar vuestras leyes sin murmurar a vuestros divinos secretos; el hombre se someterá a ellos, cuando comprenda que sois origen de toda sabiduría y que sin vos nada puede; entonces, hará vuestra voluntad en la tierra como los elegidos en el Cielo.


IV - El pan nuestro de cada día dánoslo hoy

Dadnos el alimento para conservar las fuerzas del cuerpo; dadnos también el alimento espiritual para el desarrollo de nuestro Espíritu. El bruto encuentra su alimento, pero el hombre lo debe a su propia actividad y a los recuerdos de su inteligencia, porque vos le habéis creado libre.

Vos le habéis dicho: "extraerás el alimento de la tierra con el sudor de tu frente"; por eso habéis hecho una obligación del trabajo a fin de que ejercitara su inteligencia, buscando los medios de proveer a sus necesidades y a su bienestar, los unos por el trabajo material y los otros por el trabajo intelectual; sin trabajo quedaría estacionado y no podría aspirar a los Espíritus Superiores.

Vos secundáis al hombre de buena voluntad que confía en vos para lo necesario, pero no al hombre que se complace en la ociosidad y que todo quisiera obtenerlo sin pena, ni el que busca lo superfluo.

¡Cuántos hay que sucumben por su propia falta, por su injuria, por su imprevisión o por su ambición, por no haber querido contentarse con lo que le habéis dado!

Esos son los artífices de su propio infortunio, y no tienen derecho a quejarse porque son castigados por donde han pecado. Pero ni aún a esos abandonáis porque sois infinitamente misericordioso, sino que tendéis una mano caritativa desde el momento en que como el hijo pródigo vuelve sinceramente a vos.

Antes de quejarnos de nuestra suerte, preguntémonos si es produto de nuestras propias acciones; a cada desgracia que nos sucede preguntémonos si hubiese dependido de nosotros evitarla, pero digamos también que Dios nos ha dado inteligencia para salir del atolladero, y que de nosotros depende el hacer uso de ella.

Puesto que la ley del trabajo es la condición del hombre en la tierra, dadnos ánimo y fuerza para cumplirla; dadnos también prudencia, previsión y moderación con el fin de no perder el fruto de este trabajo.

Dadnos, pues, Señor, nuestro pan de cada día, es decir, los medios de adquirir con el trabajo las cosas necesarias a la vida, porque nadie tiene derecho a reclamar lo superfluo. Si nos es imposible trabajar, confiemos en Nuestra Divina Providencia.

Si entra en nuestros designios el probarnos por las más duras privaciones, a pesar de nuestros esfuerzos, las aceptamos como justa expiación de las faltas que hayamos podido cometer en esta vida o en una precedente, porque vos sois justo; sabemos que no hay penas inmerecidas y que jamás castigáis sin causa.

Presérvanos, Dios mío, de concebir la envidia contra los que poseen lo que nosotros no tenemos, ni contra aquellos que tienen lo superfluo, cuando a nosotros nos hace falta lo necesario.

Perdónales si olvidan la ley de la Caridad y de Amor al prójimo que habéis enseñado.

Separad también de nuestro Espíritu el pensamiento de negar nuestra justicia, viendo prosperar al malo, y al hombre de bien sumergido algunas veces en la desgracia. Gracias a las nuevas luces que habéis tenido a bien darnos, sabemos ahora que vuestra justicia se cumple siempre y no hace falta a nadie; que la prosperidad material del malo es efímera con su existencia corporal, y que sufrirá terribles contratiempos mientras que la alegría reservada al que sufre con resignación, será eterna.


V - Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido

Cada una de nuestras infracciones a vuestras leyes, Señor, es una ofensa hacia vos y una deuda contraída que tarde o temprano tendrá que pagarse. Solicitamos la remisión de ellas por vuestra infinita misericordia y os prometemos hacer los debidos esfuerzos para no contraer nuevas deudas. Vos habéis hecho una ley expresa de la caridad, pero la caridad no consiste sólo en asistir a su semejante en la necesidad; consiste también en el olvido, en el perdón de las ofensas. ¿Con qué derecho reclamaríamos vuestra indulgencia, si nosotros mismos faltásemos a ella con respecto a aquellos contra quienes tenemos motivos de quejas?

Dadnos, ¡Dios mío!, la fuerza para ahogar en nuestra alma todo resentimiento, todo odio y rencor, haced que la muerte no nos sorprenda con un deseo de venganza en el corazón. Si hoy mismo os place el quitarnos la vida, haced que podamos presentarnos a vos puros de toda animosidad, a ejemplo de Cristo, cuyas últimas palabras fueron de clemencia para sus verdugos.

Las persecuciones que nos hacen sufrir los malos forman parte de nuestras pruebas, y debemos aceptarlas sin murmurar, como todas las otras pruebas, y no maldecir a aquellos que, con sus maldades, nos facilitan la senda de la felicidad eterna; pues vos nos habéis dicho por boca de Jesús: “¡Felices los que sufren por la justicia!” Bendigamos, pues, la mano que nos hiere y nos humilla, porque las heridas del cuerpo fortifican nuestra alma y seremos levantados de nuestra humanidad.

Bendito sea vuestro nombre, Señor, por habernos enseñado que nuestra suerte no está irrevocablemente fijada después de la muerte, y que encontraremos en otras existencias los medios de rescatar y reparar nuestras faltas pasadas y de cumplir en una nueva existencia lo que no podemos hacer en esta por nuestro adelantamiento.

Con esto se explican, en fin, todas las anomalías aparentes de la vida, pues es la luz derramada sobre nuestro pasado y nuestro porvenir, la señal resplandeciente de vuestra soberana justicia y de vuestra bondad infinita.


VI - No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal

Dadnos, Señor, fuerzas para resistir las sugestiones de los malos Espíritus que intentasen desviarnos del camino del bien inspirándonos malos pensamientos.

Pero nosotros mismos somos Espíritus imperfectos encarnados en la tierra para expiar y mejorarnos. La causa primera del mal reside en nosotros, y los malos Espíritus no hacen más que aprovecharse de nuestras inclinaciones viciosas, en las cuales nos mantienen para tentarnos.

Cada imperfección es una puerta abierta a su influencia, mientras que son impotentes y renuncian a toda tentativa contra los seres perfectos. Todo lo que nosotros podamos hacer para separarlos es inútil, si no les oponemos una voluntad inquebrantable en el bien, renunciando absolutamente al mal.

Es, pues, necesario dirigir nuestros esfuerzos contra nosotros mismos y entonces los malos Espíritus se alejarán naturalmente, porque el mal es el que los atrae mientras que el bien los rechaza.

Señor, sostenednos en nuestra debilidad inspirados por la voz de nuestros ángeles custodios y los buenos Espíritus, la voluntad de corregirnos de nuestras imperfecciones con el fin de cerrar a los Espíritus impuros el acceso a nuestra alma.

El mal no es obra vuestra, Señor porque el origen de todo bien nada malo puede engendrar, nosotros mismos somos los que los creamos infringiendo a nuestras leyes y por el mal uso que hacemos de la libertad que nos habéis dado. Cuando los hombres observen leyes, el mal desaparecerá de la tierra como ha desaparecido de los mundos más avanzados.

El mal no es una necesidad fatal para nadie, y sólo parece irresistible a aquellos que se abandonan a él con complacencia. Si tenemos voluntad, podremos hacer el bien; por eso, Dios mío, pedimos vuestra asistencia y la de los buenos Espíritus para resistir la tentación.


VII- Amén

¡Haced, Señor, que nuestros deseos se cumplan! Pero nos inclinamos ante vuestra sabiduría infinita. Sobre todas las cosas que no nos es dado comprender, que se haga vuestra santa voluntad, y no la nuestra, porque vos sólo queréis nuestro bien, y sabéis mejor que nosotros lo que nos conviene!

Os dirigimos esta plegaria, ¡Oh Dios mío! Por nosotros mismos, pro todas las almas que sufren encarnadas y desencarnadas, por nuestros amigos y enemigos y por todos aquellos que pidan nuestra asistencia, y en particular por N…



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